jueves, 14 de marzo de 2013

Ante el nuevo Papa




Ayer el mundo recibió con sorpresa y alegría al Papa Francisco, y ya hoy los comentaristas y politólogos inundan las páginas de los diarios y los blogs especializados con análisis y comentarios acerca del significado de esta elección: que el nombre que eligió, que si pidió humildemente las oraciones del pueblo, que si se subió al bus con los demás cardenales en lugar de usar la limusina papal, que si pasó hoy a pagar personalmente la cuenta del hotel donde se había alojado, en fin... 
Sí, hay que estar abiertos a todas estas señales, pero creo que no debemos olvidar que la primera interpretación no es política, ni económica: fundamentalmente estamos ante un acontecimiento profundamente espiritual. Es el Señor quien escogió a Jorge Bergoglio para llamarle al sacerdocio y luego a la silla de San Pedro, y con esta elección nos está dando un mensaje, al mundo, y a cada uno de nosotros.
La Iglesia no es una institución meramente humana. Ése es más bien su lado más débil y proclive a la flaqueza: la institución y los pobres seres humanos que hacemos parte de ella. La Iglesia es ante todo la presencia continua del Señor en el mundo, “no les dejo solos”(Jn 14,19), su “cuerpo místico” (Rm 12, 4-5) como dice San Pablo. La Iglesia es Jesucristo sacramentalmente presente en el mundo, actuando, amando, proclamando el Reino del Padre en medio de los hombres.
En la elección de su Vicario, el Señor le pone a la Iglesia un rostro humano, una voz, y unos brazos que abrazan al mundo. Y ése rostro y ésa voz nos interpelan en el aquí y ahora concretos de nuestro tiempo. ¿Qué nos quiere decir el Señor?
En ese sentido, nuestra actitud debe ser la de la escucha abierta, más aún la de “sentir con la Iglesia” como quería Ignacio de Loyola, es decir escuchar con el corazón despierto y el alma dispuesta para responder con alegría y prontitud a la voz del Maestro: “porque tú lo dices remaré mar adentro y echaré las redes” (Lc 5,4-5).
El misterio de la Iglesia es inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno. La Iglesia vive de Jesucristo y en ella Jesucristo sigue hablando y actuando en medio del mundo.
Hoy el nuevo Papa, en la primera Misa de su Pontificado, nos ha hecho tres invitaciones:  En primer lugar nos ha invitado, a todos los bautizados, a ponernos de pie y a echarnos a andar: "cuando la Iglesia no camina, se desmorona como un castillo de arena". La Iglesia es peregrina como el maestro, y no debe andar buscando un lugar donde acomodarse a reclinar la cabeza, está siempre en camino. (Mt 8,20)
En segundo lugar el Papa nos ha invitado a todos a “edificar la Iglesia”. Particularmente me ha sonado como aquél sueño del poverello de Asis que escuchó al Señor: “reconstruye mi Iglesia”. Una invitación y una orden de batalla a todos los bautizados: y no hay posición de “pasajero” o “expectador” aquí todos somos obreros y albañiles.
Finalmente, el Papa Francisco nos ha indicado la clave y el fundamento de ese “caminar” y “edificar”: tomar la Cruz y confesar a Jesucristo. Y es que a veces tenemos la misma tentación que Pedro: ‘Sí, tú eres Cristo, yo te sigo, pero no vamos a hablar de la cruz. Yo te sigo con otras posibilidades, sin la cruz‘”. Pero, no hay cristianismo sin Cruz, “y cuando caminamos sin la cruz, -dijo el Papa- y cuando confesamos sin la cruz no somos discípulos del señor. Somos de la Tierra,  mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no somos discípulos del señor"
Y termina con una frase que puede ser un programa de vida:  "Quisiera que todos nosotros tuviésemos el valor y el coraje de caminar en la presencia de Dios, con la cruz de Dios, de edificar la Iglesia sobre la sangre de Dios y confesar que la única gloria es Cristo en la cruz, Así la iglesia puede seguir adelante. Pido a Dios que nos conceda esta gracia".
Esta como muy claro: el Papa Francisco está dispuesto a emplear toda la energía y vitalidad que el Benedicto XVI esperaba del nuevo Papa para conducir la barca de Pedro por los caminos del Señor, y está como muy claro también lo que espera el Señor de cada uno de nosotros.


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