Este domingo de día del Padre habrán muchos abrazos y agasajos, y la oportunidad de reencontrarnos con uno de los elementos esenciales de nuestra vocación personal.
Se es padre no un momento, sino para toda la vida.
Es lo que muchos perciben con la fuerza de una revelación cuando sostienen por primera vez a su hijo en brazos. Una alegría inmensa. Pero a la vez un tremendo sentimiento de responsabilidad.
Pero sucede como en el amor, que uno puede acostumbrarse a las cosas más hermosas. Y con ello se nos opaca la vida. Las cosas se vuelven grises. Pasa lo mismo con el milagro de la paternidad. Uno tiene que renovarse en ese pequeño milagro de todos los días. Y estos días nos regalan una ocasión imperdible.
La mirada de fe nos lleva a la conciencia de la participación en el don y en el misterio que es cada vida humana, y a la conciencia de estar participando de un milagro. Somos parte de una cadena que se hunde en la noche de los tiempos, pero a la vez cumplimos una misión única. Hacemos parte del dedo creador de Dios.
Y somos para los hijos, imágenes del Padre: su presencia, su providencia, su justicia, su bondad todopoderosa. ¡Y qué representación más inadecuada! Pero en el misterio de Dios, capaces de hablar en su mismo nombre y hacer presente su amor.
¡Cuánto depende de nosotros! ¡Qué poder incomprensible! ¡Qué capacidad de dejar huella para siempre en los hijos!
Podemos quedarnos en los abrazos y regalos, pero podemos también dejarnos tocar por el misterio que somos. Agradecer a Dios y buscar con amor y sencillez parecernos cada día más al modelo.
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