sábado, 5 de junio de 2010

Descubriendo a Dios

Ayer tuvimos por la mañana la procesión del Corpus Christi en el Colegio. Ayer Jesús caminó por los caminos por donde discurre nuestra vida diaria, de un modo especialmente intenso lo hemos redescubierto como "Emmanuel", como "Dios-con-nosotros". Dios que nos acompaña y nos bendice en nuestra vida ordinaria, en los pasos de cada día.


Valoro la experiencia desde dos perspectivas: Por un lado, el hecho sagrado mismo. Dios realmente presente en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre nos visita y bendice con su presencia de un modo muy especial. A veces no acabamos de comprenderlo. Nos quedamos a veces confundidos como los habitantes de Nazareth. ¿Pero, puede ser éste Dios mismo? Si lo vemos con nuestros ojos y lo tocamos con nuestras manos. Si come con nosotros y descansa y duerme como todo el mundo. Si conocemos a su padre, a su madre -esa gran señora- y sus familiares viven por aquí. ¿Cómo puede ser el Dios infinito, el absoluto? ¡A nosotros también nos impresiona que ese pedacito de pan pueda contener a Dios mismo! ¡Y allí está! realmente presente en medio de nosotros, ofreciéndose como comida y bebida para la vida eterna. «Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este Pan, vivirá para siempre; y el Pan que yo le voy a dar, es mi Carne por la vida del mundo» (Jn 6,51).

Y hemos caminado junto a Él con la mirada puesta en la Hostia eucarística, en esa procesión que, como decía Juan Pablo II, es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena. Hemos recorrido los pasos por los que andamos nuestra cotidiana peregrinación. Allí donde estudiamos, trabajamos, y jugamos, allí donde transcurren nuestras alegrías y dolores de cada día. Y lo llevamos en procesión no solo ya en nuestros corazones, sino que lo mostramos en la custodia para que todos sepan que en el Cuerpo del Señor todos pueden tener en sí la vida.

Cada uno ha vivido la experiencia de un modo diferente: los jóvenes portando el palio bajo el que el sacerdote portaba la custodia, al principio poco conscientes de lo que significaba y poco a poco sintiendo el peso del misterio, la reverencia ante lo sagrado. Los más pequeños, formados a lo largo del camino, viendo absortos una escena que quizá no entenderían del todo, pero percibiendo sí los símbolos que les ponía en contacto con el misterio de lo sagrado: las flores, el resonar de los cantos eucarísticos en latín, el idioma de la Iglesia, el aroma del incienso; símbolos y vivencias configuran una experiencia de vida, el aprendizaje existencial de la fe, la experiencia que lo sagrado no es algo confinado a un "allá" distante, sino que aun siendo invisible es un "aquí" que configura y sostiene la existencia cotidiana.

La otra perspectiva que mencionaba tiene una importancia fundamental hoy en día: educamos en una mirada integral de la realidad. La vida cotidiana que es lo que se entiende como "lo secular" (del tiempo, o del siglo), ha ido disgregándose por causa de una actitud reductiva, de "lo religioso" (lo sagrado, o lo eterno). Esa división anti-natural es lo que se llama "secularismo", la ideología que no admite ninguna relación entre lo secular y lo sagrado. La vida humana, sin embargo, no es así. Si separamos nuestra vida espiritual de nuestra vida cotidiana ahogamos precisamente aquello que da sentido y norte a lo que hacemos. Empobrecemos nuestra vida arrancando de ella toda luz y toda esperanza.

"Vale la pena ser hombre, -decía el Papa Wojtyla en uno de sus discursos iniciales a los jóvenes del mundo-, porque Tú te has hecho hombre." Porque has andado por nuestras rutas y conoces nuestra vida. Porque no te avergüenzas de llamarte uno de nosotros.

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