jueves, 1 de julio de 2010

Sobre hombros de gigantes

"Somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por alguna distinción física nuestra, sino porque somos levantados por su gran altura."

Bernardo, Canciller de Chartres, Siglo XI



No pocas veces nos encontramos con personas que creen haberse hecho a sí mismas y que repiten, -creo que sin pensarlo de verdad-, que "no le deben nada a nadie." Quizá no se han percatado de las manos que los han levantado, de las voces que les han guiado, de los hombros y de los cansancios de quienes les han llevado y les han cuidado cuando todavía no tenían siquiera la fuerza ni la conciencia para valerse por sí mismos.
De esos gigantes, sobre cuyos hombros nos hemos acomodado para ver las estrellas, forman parte singular maestros y maestras especiales que han tocado así nuestras vidas para siempre.
Es difícil evocarlos en unas pocas frases, cada uno a su manera y con sus características personales influyó en sucesivas etapas de nuestra vida, pero estoy seguro, sí, que tienen en común que son personas en las cuales hemos aprendido a confiar, que nos guiaron ante todo con su propio testimonio, y que supieron mostrarnos con claridad la verdad y el bien ocultos en las lecciones escolares.
El vínculo con el maestro es ante todo un vínculo hecho de confianza. Decía el Papa Juan Pablo II que en la búsqueda de la verdad, la razón necesita ser sostenida por un diálogo confiado y una amistad sincera. El diálogo educativo, ése que es capaz de sacar lo mejor de nosotros mismos, requiere de la confianza, de esa confianza espontánea que saben brindar los niños -y que necesitan para poder crecer, pero también la del joven y del adulto que la necesitan para avanzar en sus búsquedas fundamentales. La confianza se brinda al corazón que intuimos confía también en nosotros. Confiamos en el corazón abierto y transparente, no necesariamente en el que sabe mucho, sino en aquél que sabe hacer tiempo para nuestras dudas y temores, que nos abre espacios, que nos anima a avanzar, aunque sea a tientas y con errores, y permanece a nuestro lado para levantarnos y alentarnos. Esa confianza es un tesoro precioso de cristal que hoy más que nunca debemos valorar, cuidar, y agradecer.
El maestro verdadero es también un testigo. Alguien que no repite simplemente lo que sabe de oídas, sino que busca vivir lo que dice, que lo hace suyo, y que habla con la autoridad que da una existencia auténticamente asumida. Enseñamos no lo que sabemos sino lo que somos, decía un conocido educador. ¡Y no le faltaba razón! Más que las palabras nos impactan las vidas que las encarnan. La autoridad verdadera no nace de los cargos y los títulos, sino de la consistencia y coherencia de toda la vida. El maestro - testigo es siempre joven, porque siempre está buscando, por la verdad y el bien no dejan de maravillarle, porque no tiene el corazón agostado por la rutina sino que vive la ilusión permanente del que ama, y la comunica con el entusiasmo que se anuncia el amor.
Finalmente, y aunque parezca obvio, el maestro verdadero enseña. No solo acompaña, facilita, anima, gestiona o lidera -palabras hoy de moda- sino que enseña: muestra el camino, guía hacia la verdad, con firmeza, casi con terquedad, porque no revolotea con las modas y opiniones sino que sabe estar vuelto hacia las verdades que no cambian y se alimenta de su luz y su calor y hacia ellas orienta perseverantemente a sus alumnos. En un tiempo de tanta confusión, de medias verdades o de verdades débiles, urge el maestro que enseña, con claridad, con valentía, casi diría con la "humilde audacia", del que sabe que no es la verdad ni la tiene completa, pero sí que sabe adonde está y que está dispuesto a acompañarme a su encuentro.
En este día de los maestros sepamos honrar con la palabra y el recuerdo a aquellos hombres y mujeres, del pasado y del presente, que supieron levantarnos sobre sus hombros para ver mejor y más lejos.


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