Uno de los proyectos educativos más radicales y más audaces que tenemos, y que paradójicamente fluye casi de manera desapercibida como parte de nuestra vida cotidiana, es el del Comedor.
A primera vista almorzar no parece ser algo tan revolucionario. Pero si pensamos en el reto de dar de comer saludable y ordenadamente a cerca de 1 200 personas todos los días, -¡en un lapso de hora y media! - como que empieza a entenderse la magnitud de la empresa. Si pensamos además que el 90% de esas personas son niños y adolescentes, y que no sólo hay que lograr que coman, sino que lo hagan de una manera ordenada, que coman todo y que lo hagan en un ambiente positivo. Entonces estamos ante lo que los chicos llaman un "reto radical".
Detrás de esas 1 200 personas hay otros tantos gustos -y disgustos- particulares, hábitos familiares, ritmos, predisposiciones físicas y médicas, etc. ¡Y la mayor parte de los comensales no sabe muchas veces explicarlas adecuadamente! Haga calor o haga frío, la comida tiene que estar lista y caliente para las 360 porciones que se sirven en cada turno. Y las porciones tienen que ser todas razonablemente iguales: todos pechuga o todos lomo de pescado sin espinas, o todos la misma pieza de carne o la fruta del mismo tamaño, sean brownies, churros o mazamorra morada. Todo limpio. Todo listo en su momento y con el mismo valor calórico.
Por exigencia del Colegio, la comida no se sirve en charolas o similares. No queremos un "rancho". Se sirve en fuentes para que cada mesa de ocho comensales sea sea un espacio familiar de compartir. Todos comen juntos, -y lo más difícil- esperan a que todos terminen antes de salir a jugar. Por turnos les toca atender la mesa, recoger los platos, traer los postres, y antes de irse, dejar la mesa razonablemente limpia para que el personal pueda hacer la limpieza de fondo para el turno que sigue.
Evidentemente, en esta operación no hay dos días que sean iguales. Tenemos un público exigente y difícil de satisfacer. Si toca un plato "popular", entonces todo el mundo siente más apetito, y los pedidos para repetir se multiplican. Incluso aparecen comensales fantasmas y algunos encargados se las agencian para que lleguen dos fuentes de papas fritas o helados a sus mesas. Hay días gloriosos, incluso con aplausos del respetable ante la aparición un postre soberbio, y días de vainitas, menestras, brocoli o pescado.... donde, bueno... toca luchar para acabar con dignidad el turno. Entonces las negociaciones se cierran, se impone la ley militar y "los platos se terminan sí o sí". Y por supuesto que hay errores, resbalones y desencuentros. Alguna vez la sazón se pasa o se queda. También hay días graciosos, escenas inolvidables y gaffés para el olvido.
Pero, con todo, para mí, más allá de las anécdotas, lo más interesante, lo más valioso de la experiencia, es lo que sucede de manera silenciosa todos los días: que todos comen, bien y sano, el chisporroteo cotidiano de las mesas de los chicos, y las sobremesas inacabables de los mayores; las correcciones de los profesores, los anuncios de las victorias y las derrotas, las oraciones, la música de fondo, en fin, el compartir diario que alimenta la sana camaradería. Es el poder de la mesa común que nos une y nos integra por que tiene la fuerza natural de lo cotidiano.
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